Un mal día lo tiene cualquiera, uno bueno ya no es tan frecuente.

Por una simple cuestión de probabilidad numérica, he tenido uno de esos días en los que me hubiese gustado que mi vida, cual “cinta de casete” fuera más mecánica-analógica y con mi viejo walkman poder apretar un botón, claro está que el “REW”, para volver al momento exacto en el cual me encontraba en la cama a las 7.30 de la mañana. Si dicho botón no funcionase, como siempre sucedía en esos aparatejos compactos, pues tampoco me habría dolido en prendas agenciarme un boli BIC y con un juego de muñeca magistralmente rápido y coordinado y cientos de vueltas y diez minutos después, tras un golpe seco y parón apoteósico, llegar al principio de la grabación, o lo que es lo mismo, a encontrarme en la cama a las 7.30 de la mañana… y no levantarme más.

Mirando al techo del salón de mi casa, con una medio sonrisilla lacónica, el entrecejo muy junto como si de un código de barras se tratara, desecho la maravillosa idea que por un momento, solo por un momento, me parece la más ingeniosa que se me ha ocurrido nunca.

Y de nuevo a la realidad, soberana estupidez, rebobinar mi día con un bolígrafo, como si eso fuera posible. Solo que… ha estado tan cerca.

Así que sin más preámbulos tomo la decisión de acabar de una vez por todas con mis inesperadas y yo diría que casi terroríficas últimas quince horas, de la mejor y más moderna manera que se me ocurre. Sí, lo habéis adivinado: abro el WhatsApp y escribo a mi amiga del alma. Porque no hay nada que mejor siente que verbalizar atropelladamente el cúmulo de desagracias acaecidas. Lo que viene siendo en el lenguaje del vulgo “vomitarlo todo”.

Quince minutos después (pues mis pulgares no están diseñados para los trotes de las minúsculas teclas digitales) termino con el chorreo incesante de “y entonces tía” y de “no te lo vas a creer tía” y de “pues sí tía, eso me dijo”. Me encuentro mucho mejor, aunque me duele el pulgar derecho, y mi amiga ya se ha cenado la tortilla francesa que estaba haciéndose cuando he comenzado a teclear “Hola tía, alucino con el día…”.

No sé bien a cuento de qué culmino mi torpe conversación pulgarciana (Pulgarciana: acrónimo de “pulgar” y “marciana”) con un sorpresivo giro dramático cuya respuesta hace que me deje de preocupar por lo narrado y mis cuitas tomen otros derroteros.

Reproduzco textualmente conversación:

– (amiga del alma). Ya tía, no me extraña que estés de los nervios, vaya día el tuyo

– (yo y mi sorpresivo giro dramático). Mira tía, no te digo más que estoy a punto de tomarme un Lexatín de esos que se toma todo el mundo para dormir

– (amiga del alma). Tía, tú no te tomes el Lexatín. Me lo pasas a mí que soy politoxicómana

– (yo) …

– (amiga del alma). Y creyente absoluta de la química

– (yo) …

– (amiga del alma). Tú Reiki. Yo Lexatín

– (yo) …

¿Perdona? ¿Qué yo haga reiki y deje la pastillita para ella? ¿Acaso no puedo tomarme un calmante/caramelo, de esos que todo ser viviente en el mundo en el cual nos encontramos de diatribas inciertas e injuriosas, se toma más que de vez en cuando? Espera, ¿debería de preocuparme por mi amiga del alma? ¿Pero por qué yo reiki?, ¿acaso exporto esa imagen? Sí, así me ven.

Me llevan los demonios. Tiene razón la observadora que me controla de cerca. Soy más de manos y energía que de pastillas. Cómo me conoce la pirata.

Y claro, para ti el lexatín y para mí la invisible energía que todo lo cura, con paciencia, no con un sorbo de agua.

Respiro profundamente, cuento hasta diez, visualizo un horizonte dorado, empiezo a olvidarme del día nefasto, camino lentamente hacia mi dormitorio, abro con cuidado el cajón de la mesilla derecha y sin agua me lo tomo.

Pero que no se entere nadie, que lo mío es la energía.

O.P.E.