No tenía en mis manos una historia de Hans Christian Andersen. Tampoco estaba sentada en una butaca aterciopelada con gordos calcetines sobre una mullida alfombra al calor de una chimenea. Y fuera hacía frío, invierno en Madrid, pero no nevaba. Ni siquiera los cristales estaban empañados.

El árbol verde de plástico con tubo de aluminio a modo de tronco, que llegó a casa empaquetado de unos grandes almacenes, hacía años que quedó tendido con dos ramas quebradas y otras peladas, al lado de los contenedores de basura. Todavía tenía incrustados restos de las tiras de espumillón amarillas y rojas. El año siguiente no pusimos árbol. Ya no éramos tan niños, y lo dejaba todo perdido de purpurina.

Cuando nos deshicimos de las últimas figuras del Belén, que habían ido menguando con el paso del tiempo y nunca fueron reemplazadas, no quedaba una sola oveja con cuatro patas, al Niño Jesús le faltaba la nariz y el buey tenía rodales de pintura saltada que dejaba ver la masilla del interior. Ni nuevo había sido un bonito Belén. Utilitario como mucho. Pero lo colocábamos donde había sitio, que generalmente no era el adecuado, y al pasar siempre tirábamos algún pastor, animal o pedazo de río, musgo, o tejado del Portal, que caían al suelo quebrándose y levantábamos rápidamente, recolocando de cualquier manera lo que, por otro lado, no había sido diseñado con esmero. Nadie notaba el cambio.

En una ocasión, de un año incierto en mi memoria, alguien trajo a casa una Corona de Navidad. Artificial. Muy verde y frondosa, con las puntitas en blanco como si le hubiese caído nieve. Piñas marrones y adornos dorados. Aunque en la parte trasera tenía incorporado un enganche para colgar, nadie se molestó en ello y finalmente, después de recorrer varios rincones de la casa, quedó sobrepuesta, algo torcida, en la entrada. Pero no la recuerdo más. No creo que pasara unas segundas navidades con nosotros.

Dicen que las casas huelen a asado en navidad, pan recién horneado, galletas de jengibre, dulces artesanos, anís y coñac, puré de boniato. Dicen que huelen a alimentos transformados con amor. Pero mi casa dejó de oler a ello hace mucho tiempo. De hecho, no creo haber olido así nunca al entrar por la puerta. Y algo así, dicen que nunca se olvida.

Pasé años, cuando todavía creía en las cosas que escuchaba a mis mayores, intentando saber qué o quién era el espíritu navideño. Pero no sabía dónde buscar. Sería un lugar concreto y antes de nada tendría que saber cuál era. Por dónde empezar. Así que cada vez que veía a alguien sonreír, miraba detenidamente, pero nada. Más de tres miembros de una familia juntos, y ahí estaba yo mirando por ver si lo encontraba. Un tendero amable y de nuevo esa mirada. Nunca supe qué era eso ni dónde estaba. Aún no lo sé.

Regalos perfectos, envueltos perfectamente, con lazos rojos perfectos. Apilados con propósito impactante. Al bajar los escalones, todavía en pijama, no sabrás si abrir los que llevan tu nombre escrito en una tarjeta que cuelga de un hilo dorado con bellas letras, por no deshacer tamaño espectáculo. Nosotros nunca tuvimos escaleras que bajaran de planta alguna. Y cuando hubo, fueron regalos precipitadamente envueltos. Todavía con el olor impreso de la tienda más trasnochadora donde, alguien que se acordó de ti, compró a última hora antes de regresar a casa.

No nos vestíamos de gala para los encuentros, porque no teníamos tales cosas. Ni galas ni encuentros. Nadie venía, mas que los que estábamos habitualmente. Y las maravillosas mesas con centros navideños de los anuncios de televisión, con manteles y servilletas a juego, vajilla y cristalería de las ocasiones especiales, se transformaban en un amago de descascarillados platos y copas destartaladas, restos de diversos lotes, mantel de cuadros y servilletas de papel.

Y aquí comienzo mi cuento, el de verdad, quizás atípico por la estructura. Me acojo a la segunda definición pues, aunque breve no se trata de una “narración breve de ficción”, pues la realidad lo impregna todo él. Más bien es un “relato, generalmente indiscreto, de un suceso”.

Érase una vez un lector que comenzó una historia que, intuyó, sería triste, de carencias. La protagonista, que no había sido identificada en la narrativa preambular, contaba no estar en ese preciso instante en una casa de ensueño. No había chimenea, ni nieve, ni calcetines gordos, ni cristales empañados.

Recordando navidades pasadas, un triste árbol maltrecho, un Belén desvencijado, una Corona de Navidad desaparecida, ausencia de opíparas comilonas, un espíritu navideño inconcluso, falta de escaleras que subieran a un segundo piso, regalos bien envueltos inexistentes, una mesa poco elegantemente vestida, así como sus comensales, son las únicas cosas que le vienen a la memoria.

El lector no puede por más que, párrafo tras párrafo, intentar no mojar sus pestañas, pues le parece una historia muy triste. Pero como se llama Cuento de Navidad para iniciados, sabe, o más bien intuye, que todo ello tendrá un final feliz.

El lector presiente, estamos en Navidad y estas cosas pasan, que toda la triste historia que ha leído hasta el momento no puede acabar en una moralina tediosa, donde con más o menos vehemencia le expliquen aquello que se ha dado en llamar Capitalismo de las Emociones, donde está obligado, sin saberlo, a experimentar felicidad y optimismo, en fechas navideñas.

El lector ya tiene el resto del año para estos menesteres. El lector es feliz y optimista y no porque detrás de él haya toda una maquinaria con el mejor de los aceites de engrasar, que se lo haga creer. El lector es feliz y optimista porque quiere serlo. No vuelca todas sus frustraciones y pesares de los meses pasados en dos semanas y las convierte en un “todo va fenomenal y el año que viene aun irá mejor” porque nadie se lo imponga. Lo hace porque de verdad su familia es la mejor familia que uno pueda tener. Sus amigos, aunque no los ve mucho, siempre están ahí para lo que necesite. En su trabajo es apreciado y valorado por sus ideas. Y tiene dinero suficiente para pagar sus facturas. Por eso lo hace.

Así que espera con ávida impaciencia terminar la historia, para comprobar que se obra el milagro.  Y para que la protagonista cambie el tono agorero.

Espera también no encontrarse con la típica historia de la Estrella, el Pesebre, los pastores y el Niño Dios, porque como empiece con temas de Iglesia lo dejará.  La Navidad es otra cosa. Y no por ignorancia o falta de respeto, que conste, pues se sabe la historia al dedillo. Lo que pasa es que es muy aburrida y manida. Si él siente todo eso, pero gusta más de escritos que lo obvien y le cuenten otras cosas.

La Navidad para el lector no es un invento Capitalista ni una celebración religiosa. La Navidad es, porque así lo piensa sin que nadie se lo sugiera subliminalmente, las dos semanas del año más felices en las que comparte con los suyos todo lo mejor.

Y sigue leyendo, porque sabe que todo lo que hasta el momento ha contado la protagonista, va a cambiar irremediablemente y va a concluir la historia con una sonrisa…

O.P.E.