Dos, tres, cuatro y quizá cinco, son las veces que hago el intento de hacer pis, hasta encontrar el baño vacío.

Ducharme a primera hora imposible. Ducharme a última hora ¿estamos locos? Agudizo el ingenio y encuentro una hora intermedia en la cual, si me doy prisa, puedo ducharme sin ser interrumpida.

¿Qué hoy me apetecen verduritas salteadas al estilo oriental, con su soja y su chorrito de sake? Pues mira, casi, casi lo clavo. El menú del jueves en mi casa es fabada con chorizo de pueblo y panceta ibérica. Y yo, que nunca pongo peros a la comida, pues engullo las alubias pensando, o más bien consolándome mientras pienso que, ni por lo más remoto, en la despensa habrá sake.

Sí. Vivo en la casa familiar. Con mi familia. Con mi clan.

Pero yo tranquila, porque un estudio de la prestigiosa Universidad de Harvard, que comenzó en 1938, ha revelado, entre otras cosas, que las personas que viven en familia son más felices. Y, además, son menos propensas a contraer enfermedades.

Qué bien, oye, qué bien… Y menos mal, porque no te arriendo las ganancias si un día cualquiera -pongamos de ejemplo un martes- te despiertas antes de tu hora para ir a trabajar, con fiebre y dolor de garganta. Al marearte en el pasillo la segunda vez que intentas ir al baño a lavarte la cara y coger el camino de vuelta porque está ocupado, decides quedarte en casa y no ir a trabajar. Envías un whatsapp a tu jefe y te metes de nuevo en la cama a sudar tu mal.

Y ahí comienzas a sentirte feliz por vivir en familia. Veréis.

Entre dos y tres miembros de tu clan, entrarán en tu habitación, encenderán la luz y gritarán que te has dormido, a intervalos de siete u ocho minutos. Si con el tercero en gritarte no infartas o si el delirio de la fiebre te deja, conseguirás balbucear, con un hilillo de voz “me encuentrooo maaal”. Y en respuesta, también gritando oirás “normal que te encuentres mal, ¿no viste ayer la boina de contaminación que tenía Madrid?” Ahí es cuando te levantas y, arrastrándote vas al botiquín, te metes al gaznate unas cuantas pastillas y vas a trabajar. No vas a estar peor en la oficina que en tu cama.

Por eso es por lo que los que viven en familia sufren menos enfermedades: lo ocultan al resto.

Pero oye, que la felicidad hoy en día vale un potosí. Y que, si con cuarenta años vives con tu familia porque la vida no te ha sonreído mucho, pues nada. Las mentes privilegiadas de Harvard no pueden estar tan equivocadas.

Según yo lo veo, vivir en casa con mi familia, es como estar inmerso en un Juego de Tronos a lo cutre.

Cada habitación es una Casa Real: por un lado, está la habitación de mi madre, igualita a Alto Jardín. Mi madre, a lo tonto modorro, cual Olenna Tyrell, controla con pequeños subterfugios los detalles de la casa y nos suelta en nuestra cara pelada lo que le viene en gana. Y claro, nadie rechista por aquello de la edad y el respeto. La habitación de mis hermanas claramente pertenece a los Lannister. Es donde se cuece el tema del dinero, los secretos de familia, el control de los vecinos y la guerra sucia. Los Hijos del Hierro, podrían ser cualquiera de mis dos hermanos que nunca se sabe cuándo van a desembarcar, pero que lo dejan todo perdido de barro cuando llueve. Las Ciudades Libres, quedan otorgadas, cualquiera de ellas, a mi sobrina… no se la ve el pelo nunca por el reino. ¿Y el Trono de hierro?, os preguntaréis. Ese es el más fácil de todos de deducir: es la silla de la mesa plegable que montamos en Navidad, la que encabeza, de la que no te tienes que levantar diez veces en la cena para traer las cosas que se han olvidado en la cocina, porque quien se sienta ahí, es el amo. Generalmente la coge el que más corre.

Y así, mis queridos, es vivir con tu clan.

Y así, mis queridos, es la felicidad, según el puñetero Harvard.

O.P.E.